#6: Los trabajos y las noches
Desde Buenos Aires, para leer con la pantalla en modo oscuro. Reflexiones escritas a la noche sobre la adicción a la dopamina, el miedo a vivir, el miedo a soñar y el miedo a morirse.
Nada más que hasta el fondo
por Joel (@troloindie)
La luz LED blanca indica que hacen 23 grados, que pasaron cuarenta y cinco minutos de las once de la noche, que el baño está libre. Información esencial. Un racconto más específico indicaría que partimos desde la terminal de Retiro hacia la ciudad de La Falda, en Córdoba. Será un fin de semana de trabajo: 48 horas bajo el sol empecinado en salir detrás de las sierras, con cámaras, lentes, micrófonos y cuerpos transpirados alrededor. No quiero lo que me espera. Y no me refiero al trabajo. Me refiero a que, en lo inmediato, en lo psicológico, no quiero lo que me espera: el carácter transitorio, el ambiente caótico de un viaje desorganizado y pobre, el terror que se respira en una estación intermedia de la ruta hacia el fracaso.
Pocas cosas me hielan tanto la sangre como algo tan simple, algo tan burdo, algo tan estúpido como un micro de dos pisos. Sé muy bien que este miedo es absurdo. Aunque no existen estadísticas sobre la probabilidad exacta de muerte en estos monstruos de plástico y metal, hay algunos registros de ciertos patrones. Por ejemplo, en los tres años previos a 2020, se registraron en Argentina 16 vuelcos: un total de 66 muertos y 270 heridos. Si se hacen, pongamos, unos 100.000 viajes al año en el país —una cifra conservadora—, la probabilidad de morir aplastado acá arriba es inferior a 1 en 2000. O sea: es más probable morir un miércoles por la tarde tras rodar por las escaleras. O por la picadura de una yarará en las selvas húmedas del norte —se registran 700 mordeduras al año, aunque, de todas formas, nunca me internaría en una selva inmunda—, o por que se te caiga el techo de un café de especialidad de Villa Crespo en la cabeza.
Y sin embargo tengo miedo. Viajo, claro, en el segundo piso, contra la ventana del asiento 37, a 40 metros del suelo de grava y polvo. Serán diez horas de ruta, será de noche, habrá una negrura impenetrable, una oscuridad total. Una curva empinada, un chofer que tomó dos copas de vino con su señora, la silueta recortada de un animal y eso habrá sido todo. Un final rojo y plateado grabado en el asfalto de vaya a saber qué ruta entre la ciudad que amo y una ciudad que detesto.
Pero no: volvamos a los hechos. Sé que las probabilidades de morir en este viaje son estadísticamente bajas. Sé que son casi las doce de la noche (gracias, luz LED) y que la temperatura es agradable. Sé que dos miligramos de clonazepam me apagarían como una luz, pero resisto un poco la tentación. Sé que, de tomar las dos pastillitas, blancas e inocentes, en exactamente 30 minutos me estarán pesando las pestañas más de lo que podré sostenerlas. Sé que será incluso más rápido si tomo una de las cápsulas de sertralina que me sobraron en el pastillero de la Virgen María, ahora que las dejé hace un tiempo. Sé, también, la cantidad exacta de pastillas de seconal sódico que tomó Pizarnik, antes o después de escribir con tiza no quiero ir nada más que hasta el fondo. Imagino lo que habrá chirriado la pizarra mugrosa del psiquiátrico donde pasó sus últimas noches, pero esa es otra historia.
* * *
Desde que dejé los antidepresivos tengo los sueños más vívidos que recuerdo en mucho tiempo. Uno de mis sueños recurrentes involucra a un colectivo porteño, conocido, de corta distancia. Uno que tomo seguido. En el sueño, la rutina se deforma sin aviso. Los colores cálidos de lo conocido se retuercen y se vuelven ajenos: el colectivo se vacía, el paisaje se torna campestre e irreconocible, la sensación de pérdida es total. Náuseas, mareos, dónde estoy, estoy solo, solo, solo, el colectivo es mi vida, no sé quién lo maneja y, peor aún, no sé qué hacer para tomar el control. Del volante, de mi vida, da igual. No quiero tener más esos sueños. Miedo a morir, miedo a soñar.
Vuelvo a los hechos. Vuelvo a este micro de la empresa General Urquiza, que algún día de 1926 supo convertirse en “el coche más largo y moderno” de la flota nacional. Las unidades de doble piso, altamente reguladas en varios países de Europa —donde no está permitido su uso para viajes de larga distancia—, aparecieron en los 90, como todo lo que amo y todo lo que detesto.
Pienso: al menos no hay bebés. Pienso: si me muero, moriré el 14 de febrero, en San Valentín. Pienso: si me muero, no tendré que pagar las tarjetas. No habrá más deudas ni favores ni heridas ni milagros ni encuentros ni fantasmas. Pienso: vivo o muerto, me estoy perdiendo el nuevo capítulo de Severance. Pienso: quizás lo último que mire en la vida sea la segunda temporada de Envidiosa, quizás lo último que me haga reír sea la caricaturización de las psicoanalistas lacanianas de Lorena Vega. Pienso: es ridículo que la muerte venga en un sillón reclinable de cuerina que ni siquiera llega hasta el fondo. Pienso en ese poema del rosarino Martín Pietro: «No ganar ni aún después de muerto. / No poder mover el bolillero desde arriba: / no ganar.» Pienso en las palabras de Lacan: la muerte, aunque nadie crea en ella, es lo único que hace soportable la vida. Pienso: quizás sea hora de meter la mano en la mochila y agarrar el frasco.
La escritura, dice Leila Guerriero, es el rastro de un cuerpo. Un cuerpo bien podría ser un cadáver y el rastro bien podría ser la muerte. Desde el segundo piso de este micro Urquiza, para mí, escribir se ve un poco como montar la bestia, como enfrentarse a la posibilidad de que sus vidrios mal enjuagados estallen en mil pedazos: la vida en el suelo, la cara lacerada y horrenda —al fin y de una vez, verdaderamente horrenda—, el cuerpo rearmado a criterio de la contingencia.
¿Y si el miedo es, en realidad, a llegar con vida? Digamos que, contra la piedra irrebatible del asfalto, se rompería todo: propósitos y deseos, palabras y conjeturas, el motor oxidado de la duda. Siento en la boca del estómago que el micro aumenta la velocidad. Cierro los ojos. Lo próximo que veré, diez horas después, será un destello verde. Una luz desenfocada, amable. Aparentemente no hay heridos.
El disco que escuché mientras escribía esta edición de #postcringe fue EYEYE (2022)
, de la compositora sueca Lykke Li. Se puede escuchar en Spotify.
Un pez diablo en la superficie del océano
por Abril (@abru_heladito)
Día un millón de febrero 2025:
un pez diablo en la superficie del océano
un meteorito con probabilidades altas de destruir el Caribe
40 grados a la sombra
mi cumpleaños número 30 en cuatro meses
Hace semanas que intento escribir esta entrada de Postcringe y no puedo. Quiero hablar sobre la envidia, sobre la comparación, sobre el individualismo. Pero no sé de qué agarrarme para arrancar. Leo poco, duermo poco, veo películas en Stremio en 15 partes. No las termino, las abandono. Scrolleo todo el día con el celular, después veo la cantidad de horas que estuve y no es para tanto. ¿Qué estoy haciendo con el tiempo?
Vivo en una especie de letargo hace dos meses. Adentro de un sueño, a veces precioso y otras una pesadilla de la que necesito escapar. Pero no tengo zapatillas puestas, tampoco tengo piernas. El verano es un chicle arenoso sin sabor a nada. Mi amiga madruga para llevar a su novio veinte años mayor a turnos de médicos. Mi otra amiga labura nueve horas por día en una productora y termina su tesis. Mi otra amiga se va a casar con el papá de su hija en Costa Rica. Mi otra amiga pasa las tardes en una clínica de día y tiene un nuevo novio loco que conoció ahí. Mi otra amiga no me contesta los wasaps. Mi otra amiga me invita a su departamento en Microcentro y por error le mando una captura de pantalla donde critico su nuevo hogar. Soy una forra. No, no. Es que les juro: no soy mala, es que no me puedo concentrar. No me estoy pudiendo concentrar en nada.
Exijo que me devuelvan Teoría de la gravedad y lo hacen. Me lo traen a casa. Devoro páginas y páginas de los pequeños ensayos de Leila Guerriero, todos brillantes, como siempre. Pero igual, nada. No encuentro algo para robar. Abro TikTok, me aparece una publicidad sobre la adicción a la dopamina, la miro detenidamente durante 15 segundos hasta que me aburro y salgo de la app. Googleo Anfibia y hago click en entrar. Hace unos meses, mientras abandonaba Madrid y volvía a Buenos Aires, escribí una nota para ellos. Veinte mil caracteres de escenas que retratan los modos de acercamiento a la sexualidad de nuestra generación. La nota sigue secuestrada por sus editores. Me dieron distintas fechas de publicación pero nunca las cumplieron. Desde diciembre que no recibo mucho feedback más que la revista está pasando por un momento muy complicado de desfinanciamiento. También desde diciembre siento esta especie de desinterés por todo. Pero no es depresión, me temo que se trata de una simple sumisión a la vida adulta.

“Este no es el fin de la imaginación, pero sí de ciertos modos de imaginar. Lejos de una era de desmaterialización —como a veces se sugiere—, vivimos una era de desimaginación, en la que tanto la opacidad digital como la estandarización algorítmica, obturan nuestra capacidad de concebir el mundo de maneras distintas”, escribe Hernán Borisonik.
Siempre va a existir alguien más elocuente para analizar desde una perspectiva colectiva algo que te obsesiona de vos. No me angustia, me alivia. En el texto de Borisonik, publicado por Anfibia, se abordan temas como las modificaciones de la superestructura y las consecuencias de los nuevos escenarios políticos y empresariales en los imaginarios sociales. Yo también encuentro ahí causas de mi incipiente aburrimiento crónico. Quoteo de nuevo a Borisonik: “En un texto sobre neoliberalismo, Henry Giroux utilizó fugazmente la expresión de Didi-Huberman para referirse a un conjunto de ‘aparatos culturales’ que incluyen a los medios de comunicación y a la ‘cultura de la pantalla’, cuya ‘pedagogía pública funciona, principalmente, para socavar la capacidad de las personas para pensar críticamente, imaginar lo inimaginable e involucrarse en un diálogo pensativo y crítico’ (...) De modo que, para acrecentar sus ya concentrados privilegios, ciertos sectores extractivistas animan la licuación del tejido social e imponen un régimen de desapego, odio, ansiedad y depresión, vacían de contenido a la democracia y la disfrazan con algunas expresiones formales y el acceso “universal” a ciertas plataformas privadas”.
¿Se me acabaron todas las ideas? ¿O las ganas de comprometerme a ellas para volverlas materia? ¿Me da paja tener nuevas experiencias? ¿O es que pienso que ya no hay nada novedoso por descubrir? ¿Es consecuencia de mi uso excesivo del celular? ¿Es culpa de un entramado social de poca perspectiva de crecimiento económico/espiritual y el avance de las derechas? ¿Es que no me puedo comprar un vestido hace 6 meses porque tengo poco laburo y sobre todo poca plata? ¿Es que me gusta mucho alguien y pienso mucho en eso? ¿Cómo puede ser que quiera escribir sobre la envidia y no pueda? ¿No estoy deseando nada?
Busco información en internet:
La dopamina cumple un rol clave para tener motivación.
La dopamina es un neurotransmisor que se produce en el cerebro y genera sensaciones de placer.
La dopamina ayuda a controlar el movimiento, la memoria, el aprendizaje y el estado de ánimo. También está relacionada con la toma de decisiones, la motivación y la recompensa cerebral.
El uso excesivo de pantallas puede generar adicción a la dopamina. Esto puede deberse a que las pantallas activan el circuito de recompensa del cerebro, lo que genera gratificación instantánea.
El mundo cada vez más digital tiene un lado oscuro: el secuestro de nuestra atención. A través de la liberación constante de dopamina, las pantallas nos mantienen enganchados-adictos, afectando nuestra capacidad de concentración, memoria y aprendizaje.
Anoto ideas que tengo para salir de mi desconcentración y volverme alguien deseante y exitoso, una piba sobre la que dicen: wow mirá esa chica, wow qué mujer, qué chica:
hacer listas!
escribir Postcringe todos los meses
empezar la carrera de Historia del Arte del Club de Amigos del Bellas Artes
quedar en el máster de Escritura Creativa de la UNTREF
comprar una mesa ratona para mi living que hace 6 meses está vacío
llamar a mi mamá
inscribirme en una nueva clase de teatro
lograr que el profesor/a piense que soy talentosa así me invita a participar de su obra
bañarme
ir a una clase del gym e intentar no entrar en un loop de pensamientos catastróficos en los que creo que si levanto mucho peso voy a tener una hernia de disco
mandar más mails!!!
dejar de pensar en qué está haciendo/pensando el chico con el que salgo
comprarme magnesio
mandarle mi libro a celebridades
conseguir que alguien me de otro trabajo fijo
avanzar con el proyecto que tengo con Cata
tener una rutina más ordenada
ver en cuál ando con el monotributo
Es domingo y me levanto sola, a las 5 de la mañana, agarro el celular. De pura casualidad stalkeo a alguien que en mi presente, de manera fantasmagórica, representa una amenaza para mí. Tengo ganas de vomitar. Me acuerdo de que en septiembre otro alguien, que tiene una carrera muy fructífera en un circuito que me gustaría conquistar (pero del que nunca me termino de sentir parte), me reemplazó en un proyecto del que me corrieron sin avisarme. De la bronca, escuché Motomami en loop durante una semana entera a ver si lograba dejar de sentirme un trapo de piso. Por ahí no puedo escribir sobre la comparación porque para poder crecer tuve que asesinar deseos. A costa de decepciones, terapia y maduración emocional, dejé de ser la chica que quería saberlo todo y vivirlo todo. Pero esta madrugada de domingo en la que lo único que me ilumina la cara es la pantalla del celular, digo BASTA. Una pulsión muy hedionda que sale del centro de mis entrañas logra cachetearme.
Quizás para dejar de dormir haya que enojarse: con otros, con el mundo o con uno mismo. Quizás haya que dejar que el grito de tu propia pesadilla te haga saltar de la cama, mirar cara a cara a tu enemigo y decir con voz firme “yo soy mejor que esto y pienso demostrártelo”. Empiezo a escribir.
El disco que escuché mientras escribía esta edición de #postcringe fue GALORE (2020)
, de la compositora francesa Oklou. Se puede escuchar en Spotify.